Los migrantes viajan con la soledad en las maletas
Juan Esteban Cabrera / juan.cabrera1@udea.edu.co
21 de marzo de 2025
¿Qué siente un migrante cuando deja atrás todo para tener un futuro mejor o simplemente para sobrevivir? La migración es un proceso que implica muchas adversidades, entre ellas, la sensación paulatina de soledad.

Collage: Juan Esteban Cabrera Quintero.
Jorge Rodríguez, un migrante colombiano retornado, vivió durante 20 años en Estados Unidos. En 2001, cuando planeaba ir tras el “sueño americano”, vio su oportunidad con una compañía que transportaba a personas discapacitadas que participaban en torneos de artes marciales en Estados Unidos; siendo él profesor de artes marciales, pagó a la compañía para que lo colaran entre los integrantes y así llegar al país. Se hospedó donde un tío lejano que, a las dos semanas, lo echó de su hogar. Jorge vivió un par de días en las calles de Atlanta, Georgia, buscando varios trabajos y mejorando su salario poco a poco con una billetera medio vacía y un inglés básico que aprendió de videojuegos.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) publicó el duodécimo volumen de su serie de informes sobre migración mundial. El Informe sobre las Migraciones en el Mundo 2024 arrojó que, para 2020, el 3,6 % de la población mundial estaba constituida por migrantes internacionales. A primera vista, el porcentaje no parece muy escandaloso, pero al convertir dicho porcentaje tenemos el equivalente a 281 millones de personas: más de cinco veces la población de Colombia.
Esos millones de migrantes que hay alrededor del mundo tienen diversos motivos para desplazarse, así como dificultades para hacerlo. Ya sea por voluntad o a la fuerza, abandonar un territorio implica cambios abruptos en todos los niveles, incluyendo el psicológico. Como lo dice la psicóloga Estefanía Galacho del medio Psicología y Mente: “Estos cambios drásticos pueden afectar profundamente la salud mental y emocional de las personas migrantes, llevándolos a experimentar una sensación de desconexión en su nuevo entorno”. La población migrante abandona sus redes de apoyo y deja atrás la normalidad de su vida, es por ello que suelen sentir emociones angustiantes y nostálgicas, generalmente acompañadas de una sensación de soledad.
Jorge confiesa que con el paso del tiempo comenzó a sentir que la vida en Estados Unidos era muy vacía y triste a diferencia de Medellín, donde para él era común saludar al vecino, ver el carisma de las personas o sentir el “calor humano”. Para solventar esa sensación de soledad y de abstracción, se dedicó a gastar su dinero en todo lo que podía para satisfacer su ansiedad y distraer su depresión aunque momentáneamente: “Allá es tanta la soledad, que yo viví en un apartamento por más de cinco años y en ese tiempo solo vi salir a una señora que vivía al lado. Sabía que había gente en esa torre, pero nunca supe quiénes eran y mucho menos compartí con ellos”.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró en 2023 a la soledad como un problema de salud pública capaz de afectar a toda clase de personas; los migrantes no son la excepción. El National Institutes of Health (NIH) de Estados Unidos explica que la soledad tiene repercusiones serias en la salud física y mental, con síntomas como el aumento de la presión arterial, problemas cardiovasculares, deterioro cognitivo, ansiedad, debilidad en el sistema inmunológico, depresión, entre otros.
Jorge tuvo que afrontar la realidad de que se encontraba en un país donde era difícil conectar con los demás. Según César Augusto Sandino, administrador público que durante seis años trabajó en la Dirección de Asuntos Migratorios Consulares y Servicio al Ciudadano de la Cancillería, es muy diferente la experiencia del migrante que viaja por una búsqueda económica que el migrante desplazado, pues el primero tiene un proyecto migratorio en el que trabajará para producir capital por un tiempo determinado y un posible retorno, lo que no implica tanto sentimiento de pérdida. Esta afirmación contrasta con las vivencias que Jorge vivió lejos de casa; estaba consiguiendo buen dinero, pero no le servía para enfrentar la xenofobia que muchas veces sintió por parte de otros migrantes y locales.
Con el pasar de los años, en Jorge crecía el conflicto entre seguir trabajando en Estados Unidos o volver a Colombia. En el fondo sentía que todo el dinero que ganaba era inversamente proporcional al tiempo que perdía lejos de su familia. Fue hasta que su madre enfermó de gravedad que él decidió retornar: actualmente dedica todos los fines de semana a estar con su familia sin falta. “Ahora trabajo en un call center para un banco de Estados Unidos. Lo que yo hago es trabajar, hacer ejercicio y convivir con la familia. Si a mí me dicen que trabaje un fin de semana, ese mismo viernes presento la carta de renuncia porque yo no vuelvo a perder tiempo de calidad con la familia, porque la soledad es muy dura”.
Construyendo país desde otro país
El duelo migratorio es un proceso durante el cual el migrante vive el dolor por la pérdida de lo familiar o lo conocido que resulta en sentimientos negativos con incidencia en su salud física y mental. Sandino explica este duelo como la consecuencia de la sensación de soledad: “implica sentirse perdido en la realidad en la que se encuentra y constantemente añora o idealiza lo que se dejó atrás”.
Por otro lado, Adriana González, investigadora del grupo Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia en la línea de Migraciones, Fronteras y Reconfiguraciones Políticas, explica otro concepto clave dentro del proceso migratorio y es el desarraigo: “A raíz de abandonar tu lugar de origen, pierdes tu tejido comunitario, las redes de apoyo y el contexto sociocultural. Los migrantes llegan a sentir desasosiego, angustia y soledad debido a la ruptura de su cotidianidad”. Es decir, que el desarraigo es la consecuencia de perder todo tipo de conexión con el mundo conocido para luego adaptarse a un contexto completamente nuevo.
Como dice César, “normalmente, cuando se siente ese desarraigo, se construyen tres opciones en el nuevo contexto social: o me adapto, o me asimilo, o sencillamente me excluyo y lo que hago es regresar a mi lugar de origen”. Esta última opción es imposible de concebir para Mónica Sequera, migrante venezolana nacida en Caracas y jefa de alimentos y bebidas de profesión, quien en 2018 llegó a Medellín huyendo de las tensiones políticas de su país.

Mónica, en la izquierda, trabajando en la mesa migratoria de Bello como coordinadora de MESUMO, hablando sobre la importancia de incluir a migrantes en las mesas. Foto: cortesía de Mónica.
Mónica vivía a dos minutos de donde se realizó la Operación Gedeón, también conocida como la Masacre de El Junquito, el 15 de enero de 2018. El objetivo de este operativo ordenado por el presidente Nicolas Maduro era destruir el grupo rebelde encabezado por Óscar Pérez, un policía e inspector que lideró a dicho grupo para atacar el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela en 2017. El mismo día del operativo se confirmó su muerte junto con la de otros integrantes. Mónica dice que hubo “daños colaterales”: asesinatos indiscriminados y encarcelamientos injustos en el Helicoide, un edificio en Caracas que sirve como prisión: “Ese lugar es como el infierno en la tierra”, detalla Mónica de primera mano, pues junto a otros vecinos fue arrestada en este lugar durante 23 días por ser opositora al gobierno, tiempo suficiente para concluir que debía huir del país con su familia.
Según un informe que realizó el Observatorio de Migraciones, Migrantes y Movilidad Humana (OM3) de Migración Colombia, para agosto 31 de 2024 se estimaba que había poco más de 2,8 millones de migrantes venezolanos en el país, de los cuales un 13,84 % reside en Antioquia, el segundo departamento con mayor distribución de esta población en Colombia.
Entre 2003 y 2004 existió un archivo llamado la Lista Tascón, un documento firmado por más de dos millones de venezolanos, entre ellos Mónica, que buscaba despojar del poder a Hugo Chávez, pero que luego se filtraría en internet para amenazar y vulnerar los derechos de la ciudadanía. “Esa lista fue publicada en supermercados, en universidades, en todos lados. Cuando tú ibas a un sitio y esas personas eran afectos al gobierno, te buscaban con el número de cédula y no te dejaban comprar cosas, estudiar o trabajar. Eso fue una persecución horrible e incluso muchas casas fueron marcadas, como la mía”, relata Mónica.
Finalmente Mónica emigró junto a su familia hacia Colombia. Su esposo, un colombiano que antes manejaba las redes sociales del Ministerio del Poder Popular de la Juventud y Deportes en Venezuela, facilitó el desplazamiento por tener papeles. Él también era un opositor al régimen e irónicamente su trabajo consistía en rastrear a otros opositores mediante Twitter (ahora X). Si bien el proceso fue llevadero gracias a la compañía mutua, Mónica no podía evitar sentir culpa por abandonar su país: “Cuando migré sentí una sensación muy rara, sentí que abandoné la lucha, pero era seguir viviendo allí y arriesgar mi vida y la de mi familia o irme lejos y ayudar de otra manera”.
Mónica nunca fue activista, pero al llegar a Medellín sintió que no podía quedarse de brazos cruzados y aunque estaba en un territorio nuevo, comenzó a crear nuevas redes de apoyo y a ayudar a otros venezolanos migrantes como ella para que pudieran acceder a la información y auxilios que podían conseguir.
La investigadora Adriana González menciona que la constitución de redes de apoyo es un proceso, un fenómeno que está presente en los distintos tipos de desplazamiento, y que buena parte de la configuración de las redes comienza en el momento de la decisión pausada o violenta de salir: “Todos de alguna manera activan redes de apoyo, principalmente familiares, a veces comunitarias y relacionadas con el lugar de llegada; los sujetos primero cargan con unas pertenencias que no son tangibles, pero hacen parte de su acumulado identitario y en ese sentido mantienen vínculos o lazos con aquellos y aquellas que dejaron atrás”, puntualiza.
Una de las cosas que más extraña Mónica de Venezuela son sus sabores; le encanta cocinar y siempre trata de recrear los platos típicos con los ingredientes más parecidos, pero lo más valioso era la costumbre de sentarse con su familia a degustar esos sabores mientras discutían y conversaban en la mesa. Si bien sigue haciendo lo mismo, ahora con sus hijos, el sabor no es el mismo. También extraña el kilómetro 19, donde ella vivía: recuerda respirar profundamente la pureza del aire de aquella montaña fría que suele estar entre los 12 y los 14 grados centígrados; cuando bajaba a Caracas, sentía la contaminación en el aire, igual que como le ocurre en Medellín.

Mónica, quien usa una bufanda amarilla, reunida en Santa Elena con las primeras lideresas territoriales de la Corporación Anauco. Foto tomada por Mónica.
La vida de Mónica ahora está anclada a Colombia: desde 2018 se esforzó para organizar la información sobre auxilios humanitarios y se cercioraba de que los mismos llegasen a las personas que lo necesitaban. Estudió el mapa del Valle de Aburrá y con la ayuda de varias voluntarias logró crear una red de apoyo para todo tipo de migrantes, designando a lideresas por comuna. Hoy esa labor de buena fe se llama Corporación Anauco y lucha por promover los derechos humanos fundamentales de la población migrante. Asimismo, Mónica es una de las coordinadoras de la Mesa Subregional de Migración Organizada (MESUMO), donde ha podido redactar y presentar ideas para las políticas públicas migratorias: “Han pasado los años y sigo haciéndome la pregunta de si realmente estuvo bien o no irme. Pero sin importar donde sea y si aún sigo viva, seguiré construyendo país desde donde me toque, aunque sea de una manera muy dolorosa”.
El conflicto interno de un desplazado
Según el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia, el país ha tenido tres grandes olas migratorias: la primera se dio en los años sesenta hacia Estados Unidos, motivada por la búsqueda de oportunidades laborales con mejores remuneraciones; la segunda ocurrió durante los ochenta hacia Venezuela; y la última en los años noventa hacia España, ambas fuertemente motivadas no solo por una calidad de vida mejor, sino también por huir de las tensiones políticas, el conflicto armado y las crisis económicas.
Retomando el Informe sobre las migraciones en el mundo 2024, a finales del 2022 vivían desplazadas en el mundo 117 millones de personas; los países que registraron las mayores cifras de desplazados internos a raíz de conflictos y violencia fueron la República Árabe Siria, seguido de Ucrania y la República Democrática del Congo. Casi en el podio, Colombia ocupa el cuarto lugar con cerca de 4,8 millones de personas desplazadas por conflictos internos.
“Cuando yo llegué a Medellín, me encontré con una ciudad que es dura, cruel, que aleja y desconoce totalmente a la población desplazada y la estigmatiza”, concluye Óscar Manuel Cárdenas, oriundo de Dabeiba, Antioquia, una de las regiones más golpeadas por el conflicto armado. Óscar nació en 1991 en una casa campesina en el corregimiento de La Balsita, a cuatro horas de la centralidad de Dabeiba. En aquella casa sus padres crearon un hogar para él y sus cuatro hermanos. Recuerda que, a sus cuatro años, ver personas con armas era algo común dentro de su cotidianidad, pues durante la década de los 90 tanto frentes de las FARC como grupos paramilitares habitaban ese paso entre el Occidente y el Urabá antioqueños.
Durante el conflicto, los paramilitares tomaron con violencia los territorios donde las FARC se habían asentado, como los caseríos del corregimiento La Balsita. El padre de Óscar era entonces el presidente de la Junta de Acción Comunal y simpatizaba con los ideales de la Unión Patriótica, por lo que se convirtió en un objetivo para los paramilitares, quienes asesinaron y torturaron a campesinos del poblado en la Masacre de la Balsita, un episodio de violencia ocurrido en noviembre de 1997 donde las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) quemaron más de 30 viviendas y forzaron el desplazamiento de cientos de campesinos al casco urbano de Dabeiba. Según la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, se estima que hay más de 300 víctimas; entre esas personas están Óscar y su familia.
Por suerte, meses antes de aquel ataque, el padre de Óscar inició la construcción de una casa en el pueblo de Dabeiba, a donde huyó con su familia. Dos años después del ataque, su padre se alejó de los cargos políticos y de los trabajos sociales para mantenerse al margen, pero no fue suficiente. Un amigo de la infancia que se convirtió en paramilitar le aconsejó al expresidente de la JAL retirarse de allí, pues de lo contrario, morirían él y su familia. Además, el tío de Óscar era integrante de las FARC y vivían bajo el mismo techo; de alguien descubrirlo, la situación para ellos empeoraría.
El 6 de diciembre de 1999 Óscar llegó a su casa luego de terminar el año escolar y descubrió la escena de toda su familia empacando en maletas todo lo que podía. La única respuesta que recibió fue: “mijo, nos vamos para Medellín”.

La toma armada a Dabeiba en el año 2000, tomada por Carlos Enrique Marín, fotógrafo del pueblo.
“Es perverso llegar a un lugar que tú desconoces totalmente. No solo verte obligado a generar nuevamente unos lazos de vecindad o amistad, también rebuscarse la vida para poder alimentar a tus hijos y alimentarte vos y cargar con el estigma, con las miradas de la gente, pues en ese momento el desplazado no se lo consideraba ni siquiera ciudadano”, narra Óscar, quien con su familia llegó a la comuna 13, una de las zonas que más población desplazada tenía. Vivió un tiempo allí, pero por conflictos familiares con las hermanas de su padre, tuvieron que movilizarse un año después hacia la comuna 3, Manrique. “Mijo, aquí es donde vamos a vivir”, le dijo el padre de Óscar señalando un rancho en condiciones precarias. Óscar solo pudo responder con una mueca: “¿En serio?”.
Óscar vivió dos desplazamientos. A la fuerza, perdió las amistades de su colegio y la felicidad que le daba el campo, todo ello fue reemplazado por la ciudad y el conflicto urbano. Óscar generó un constante miedo por la guerra urbana: creció en un ambiente lleno de violencia donde era común ver cómo vecinos eran asesinados, cómo balas perdidas quitaban vidas o cómo adolescentes de su misma edad portaban armas. Si algo le dejó el desplazamiento a Óscar fue un sentimiento profundo de inestabilidad, pero a su vez, una convicción de reconstruirse en un nuevo lugar.
Conforme fue creciendo tenía clara su meta: quería entender por qué era un desplazado y, de alguna manera, volver a conectar con aquello que le fue arrebatado. Supuso un reto para él tener que digerir el desarraigo y adaptarse en el nuevo territorio, en especial siendo solo un niño, pero se aferró a la idea de hallar las respuestas que quería en las historias del barrio, en los relatos de los viejos y de los vecinos desplazados. Así fue cómo decidió hacerse sociólogo; ahora se dedica a realizar trabajos comunitarios y procesos de memoria. “El asunto es que ser desplazado no es una condición de la cual tú te puedas escapar, debes entender que eres desplazado y seguirás siéndolo el resto de tu vida”, argumenta Óscar.

Óscar, quien usa bufanda gris, con sus hermanos sobre lo único que quedó luego de que los paramilitares quemaran su casa en La Balsita: un lavadero de piedra. Foto tomada por Óscar.
Es diferente hablar de migración que de desplazamiento forzado. Según el Volumen 81 de los Cuadernos Deusto de Derechos Humanos, hay formas de diferenciar ambos fenómenos: la migración suele estar relacionada con la expectativa de mejoras en la calidad de vida, principalmente en lo económico, así como una decisión consciente del lugar de llegada. Por otro lado, el desplazamiento forzado surge por una vulneración de derechos humanos y movilizarse se vuelve un mecanismo de defensa, además, no hay espacio ni tiempo para medir a dónde ir ni con qué objetivo.
César Sandino explica que el conflicto armado provoca que el desplazamiento forzado tenga unas implicaciones psicosociales diferentes a la migración, puesto que se deja todo atrás sin poder hacer un desprendimiento, lo que provoca una sensación de pérdida que genera mayores soledad y desarraigo.
Todos los días, sin falta, Mónica sintoniza emisoras de noticias en Venezuela. Mientras lo hace, el recuerdo más ameno que llega a su mente es el de ir los domingos a buscar el periódico para leérselo a su padre, quien siempre le hablaba de la migración y de los problemas del país. Cuando Jorge se desconecta por completo los fines de semana para pasar tiempo con su familia solo tiene ojos para su actual novia, a quien dejó de ver desde el colegio, en quien no dejó de pensar y con quien se reencontró veinte años después. Y Óscar, mientras va y viene entre Dabeiba y Medellín, no puede evitar contarle sus vivencias y la historia de sus ancestros a su hijo Samuel, a quien quiere darle una infancia más memorable que la suya.
Todos encarnaron el desarraigo y vivieron de distintas maneras sus duelos migratorios, pudieron aprender tanto a convivir como a sufrir la soledad, pero lo más importante es que superaron esa barrera; ya no hay soledad en sus maletas.
